Aquella noche.

El parpadeo de la bombilla que colgaba del techo resultaba incomodo para el sastre, sin embargo, la precisión con la que colocaba los alfileres bajo la manga de la chaqueta azul marino era sorprendente. Rafael observaba, curioso, las estanterías repletas de telas mientras respondía las preguntas del sastre, que sujetando un lápiz con la boca, interrogaba sobre la comodidad de la prenda a la vez que daba pequeños tirones a una de las mangas.
Un destartalado ventilador trataba de apaciguar, sin apenas éxito, el sofocante calor de la pequeña estancia mientras las gotas de sudor que surgían en la frente de Rafael se deslizaban hacia sus cejas, algunas de ellas, con un sutil quiebro, sorteaban la pequeña muralla de pelos y continuaban su camino atravesando las mejillas hasta morir inevitablemente en el cuello de la camisa.

El sastre, finalmente, y después de rogar a Rafael que girara sobre si mismo un par de veces exclamo:
.- “¡como un guante ... hemos terminado ¡”.

Rafael agradeció con una sonrisa el comentario. Pagó, se despidió del sastre y con la chaqueta protegida por un plástico salio a la calle, donde comprobó, casi con júbilo, que la temperatura de la sastrería nada tenia que ver con la realidad de aquel día lluvioso.



La Suite Real del hotel Ritz conservaba por la tarde el sosiego de la noche anterior.
Varios periódicos abiertos cubrían parte del sofá rojo que se encontraba en la lujosa y elegantemente decorada sala que había frente al dormitorio, incluso algunas hojas sueltas habían caído sobre la suntuosa alfombra, y allí permanecieron durante todo el día.
Sobre la mesita que separaba dos butacas de época había un par de cajetillas de tabaco y una botella de Jack Daniel's vacía y sin tapón.
Bárbara entró en la habitación y observó como su marido, frente a un gran espejo, terminaba de anudarse una pajarita negra de seda. Los armoniosos y acompasados movimientos de las manos del hombre parecían seguir el ritmo del clarinete de Benny Goodman que ambientaba toda la habitación.
Bárbara caminó hasta situarse a la derecha de su marido. La imagen de la pareja se reflejaba en el espejo, y hubiera parecido ser una pintura soportada por un majestuoso marco que colgaba desde el techo al suelo sino fuera por el movimiento de la punta del zapato de charol, que siguiendo el compás de la música, agitaba lentamente el hombre.
.- Estás estupendo, dijo Bárbara.
.- Tu también muñeca, contesto su esposo.
El lejano rumor, a medida que avanzaban por el pasillo, se convirtió en bullicio al llegar al ascensor.
Ya en la planta baja, custodiado por 4 personas, Bárbara y su esposo atravesaron el majestuoso hall mientras un hombrecillo con traje gris caminaba junto a ellos ajustando sus pasos a la marcha de la pareja.
Algunos fotógrafos, intentando capturar el momento, dispararon sus cámaras. Bárbara miró a su marido mientras este recorría con su mirada a fotógrafos y curiosos sonriendo con cierta complacencia. El hombrecillo del traje gris abrió la puerta trasera de un Mercedes y la pareja ocupó los asientos de piel marrón. Minutos después, con la caída de la tarde, el vehículo arrancó. En las aceras, una hilera de árboles verdes, como un ejército en formación, custodiaba el asfalto mojado que reflejaba las centelleantes luces de los coches.



El bullicio inicial en las puertas que daban acceso al recinto era enorme pero soportable para Rafael, que vestido con chaqueta azul marino, agarraba con la mano derecha el brazo de su acompañante, mientras que la izquierda, recelosa, aprisionaba entre sus dedos las entradas que había comprado semanas antes. Sólo tardaron unos minutos en pasar dentro del estadio y localizar, después de subir varias plantas, los asientos. Rafael miraba el reloj y miraba el pelo rubio que caía sobre los hombros de Elena, que sentada a su lado, miraba el formidable escenario lleno de instrumentos que comenzaba, sin especial orden, a iluminarse de colores, y mientras estos iban cambiando, una neblina, semejante a las que en las mañanas húmedas decoran los bosques, comenzaba a ocultar, como si de un efecto mágico se tratara, lo que allí había.


Los músicos de la orquesta abandonaron la sala, que separada por una gran cortina negra, había detrás del escenario. Restos de bocadillos, vasos y botellas medio vacías quedaron sobre varias mesas con manteles blancos, En una esquina, multitud de abrigos colgaban en varios percheros de pie, algunos de ellos, perdiendo el equlibrio habían quedando reclinados sobre la pared. En la otra esquina, Barbara, apoyando sus manos en el respaldo de una silla, y a través de unas enormes gafas doradas sonreía mirando a su esposo que esperaba una señal junto a la gran cortina negra.


En ese instante, desde su asiento, Rafael escucho gritos improvisados, aplausos y risas, vio luces fijas sobre un escenario humeante, luces centelleantes reflejadas sobre miles de personas que en pie celebraban, eufóricos, la presencia del hombre con pajarita negra. En el cielo, estrellas, y sobre todo esto, arropando la cálida noche, Rafael escucho la voz de Sinatra.
(vm)
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