
José Luis García Martín
En una obra de ficción, ¿puede ser todo ficción? Buena parte de Vicky, Cristina, Barcelona, la película española de Woody Allen, transcurre en Asturias. El protagonista, un pintor asturiano, hace de guía por Oviedo para dos amigas norteamericanas. Al llevarlas a San Julián de los Prados, la iglesia prerrománica, les muestra un Cristo en la cruz sin interés artístico y no las pinturas murales, lo más destacado. Algunos amigos me censuraron que me fijara en esos y otros desajustes (el director no parecía conocer de Asturias más que el hotel donde había sido alojado cuando le concedieron un premio principesco): se trataba de una obra de ficción, no de un documental. Miguel Melendi, en La narración artística como documento. Atribución de confianza a mundos de ficción (Universidad de Oviedo), pone rigor conceptual a lo que intuitivamente ya sabían quienes se ríen cuando un novelista hace que dos personajes se encuentren en el cruce de las neoyorquinas calles 41 y 42, o cuando en Misión Imposible-2 se confunde la Semana Santa sevillana con las Fallas de Valencia. Cualquier ficción se viene al suelo si de descuidan los pequeños detalles
Y cuando pasa el tiempo, si no se trata de una obra maestra, suelen interesar más que las imaginaciones del escritor. El azar ha puesto en mis manos, a la vez que leía el libro de Melendi, Otra Margarita, una novela corta de Federico García Sanchiz, famoso un tiempo por sus charlas coloristas sobre la Historia y la geografía españolas. El argumento, una variación de la leyenda de Margarita la Tornera, interesa poco, al contrario que el «lugarón» castellano en que transcurre: «País de lutos inacabables, de una lujuria sorda y una secuela de infanticidio, y en donde era una diversión empapar las ratas en alcohol y quemarlas, o perseguir a cualquiera de los muchos degenerados, a quienes se martirizaba sin compasión». Los protagonistas, dos músicos que han de actuar en el Liceo, son obsequiados con una comida y a los postres «se atracaron de unas gordas y secas galletas remojadas en vinazo». A la hora de vestirse para el concierto, tiritaban en su cuarto y tuvieron que recurrir «al remedio heroico de quemar alcohol en una jofaina, con lo que se calentó el ambiente». Cazar gatos, romper cristales, apedrear perros forma parte de las alegrías de una noche de juerga. Sin pretenderlo, García Sanchiz -inventor del verbo «españolear»- nos ha dejado un retrato de la España de 1922, «removida charca de gentes garbanceras», que convierte los esperpentos de Valle-Inclán en amables fantasías.
Y cuando pasa el tiempo, si no se trata de una obra maestra, suelen interesar más que las imaginaciones del escritor. El azar ha puesto en mis manos, a la vez que leía el libro de Melendi, Otra Margarita, una novela corta de Federico García Sanchiz, famoso un tiempo por sus charlas coloristas sobre la Historia y la geografía españolas. El argumento, una variación de la leyenda de Margarita la Tornera, interesa poco, al contrario que el «lugarón» castellano en que transcurre: «País de lutos inacabables, de una lujuria sorda y una secuela de infanticidio, y en donde era una diversión empapar las ratas en alcohol y quemarlas, o perseguir a cualquiera de los muchos degenerados, a quienes se martirizaba sin compasión». Los protagonistas, dos músicos que han de actuar en el Liceo, son obsequiados con una comida y a los postres «se atracaron de unas gordas y secas galletas remojadas en vinazo». A la hora de vestirse para el concierto, tiritaban en su cuarto y tuvieron que recurrir «al remedio heroico de quemar alcohol en una jofaina, con lo que se calentó el ambiente». Cazar gatos, romper cristales, apedrear perros forma parte de las alegrías de una noche de juerga. Sin pretenderlo, García Sanchiz -inventor del verbo «españolear»- nos ha dejado un retrato de la España de 1922, «removida charca de gentes garbanceras», que convierte los esperpentos de Valle-Inclán en amables fantasías.
José Luis García Martín
Pulicado en ABC Cultural