Los domingos.


Desde la ventana de la guagua que me llevaba al cine podía ver las calles vacías.
Los domingo, en verano, a primera hora de las tardes de 1970 las familias estaban en la playa de las canteras o recogiendo la cocina en sus casas. Yo solía ir al cine solo, y esa costumbre aún la conservo.
Recuerdo la sensación de esperar la cola para sacar las entradas, el tiempo me parecía eterno mientras avanzábamos pausadamente por la acera hasta la ventanilla. Recuerdo el puño de mi mano derecha muy cerrado y sudoroso que guardaba celosamente una moneda de veinticinco pesetas, el pelo mojado y delicadamente peinado por mi madre antes de salir de casa, los gritos de otros niños, y sobre todo recuerdo la ilusión de sentarme en la fila siete.

Finalmente las luces de la sala se apagaban y se hacía el silencio.

A los diez años pude ver desde la sala de espera del Aeropuerto Internacional Lincoln del área de Chicago una gran tormenta de nieve, acompañé al extravagante General Patton en un tanque, lloré en la sala de un hospital al morir Ali Macgraw, pude dormir una noche en Minglanilla esperando el despegue de un cohete, monté un caballo gris junto a John Wayne atravesando Río Lobo…

Aquellos domingos, y por veinticinco pesetas comencé a vivir mis vidas. Y aun lo hago.